Hacia una conciencia de la experiencia de Dios
Vanderlei Altoé Fazolo
En el punto
introductorio de la encíclica Fides et
Ratio (FR), del Pontífice Juan
Pablo II, hoy elevado a los altares mayores de la Iglesia Católica como Santo, encierra
la afirmación que “la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el
espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad". El Santo Padre
explica que en el ser humano, “además del conocimiento propio de la razón
humana, capaz por su naturaleza de llegar hasta el Creador, existe un
conocimiento que es peculiar de la fe" (FR 8), es decir, proveniente de la
Revelación como conocimiento que Dios mismo ofrece al hombre.
Con ello,
deja evidente la presencia de dos vías de conocimiento: la razón y la fe. Por
ello, se puede decir que para llegar hacia la concientización de la experiencia
de fe, debe haber de antemano el conocimiento de la razón, que permite abrirse
al plan trascendental de la misma existencia humana. Así, fe y razón son dos
polos distintos, pero no distantes, y ambos se necesitan mutuamente para que
ninguno de las dos sucumba al relativismo que aún está vigente en la actualidad.
Este doble movimiento se hace muy presente en las expresiones que Juan Pablo II
utiliza para introducir cada una de las vías de reflexión, es decir, el “Credo
ut intelligam” y el “Intelligo ut credam”.
Dichas
expresiones, las cuales son originarias del libro del profeta Isaías, en el desarrollo
de la historia se han hecho presentes en los escritos de muchos pensadores. En
especial las encontramos en San Agustín, quien vincula sabiamente estos dos
polos, razón y fe, que son “las dos fuerzas que nos llevan a conocer” (Agustín,
2009(a): 3, 20, 43). En el pensamiento del Hiponense, el “Crede ut intelligas”
(cree para entender),
significa que el creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad. Ya el “Intellige ut
credas” (entiende para creer), escruta la verdad para poder
encontrar a Dios y creer. De ahí que la fe cristiana, y en general en el
conocimiento cristiano, debe apoyarse en el discurso racional, ya que éste, si
es correcto y no se aparta de la verdad, necesariamente estará en pleno acuerdo
con la fe (Cf. Agustín, 2011).
Ahora bien, creer y entender son dos consignas claves
en la vida de todo ser humano, sea él cristiano o no. Dichas consignas se
expresan en una acción permanente en función de un fin particular, pues el
hombre es en sí un ser religioso, marcado por una búsqueda continua en su
existencia de una meta que va más allá de sí mismo, pues es lo que lo lleva a avanzar
cada día, con el fin de alcanzar el objetivo que pueda dar razón a su existencia,
la felicidad. Sin embargo, muchas son las posibilidades de interpretación las
que describen el término felicidad.
Así, para un cristiano la felicidad está vinculada con
la verdad, que en instancia final es el mismo Dios. Para otros puede ser otro
concepto, como Idea, Absoluto, Energía, entre tantas otras expresiones. No
obstante, hay un punto en común entre todas esas expresiones, independientemente
de la identidad que cada uno pueda atribuir a lo que va más allá del ser
humano, todas ellas, llevan a una única conclusión, DIOS.
Por tanto, creer y entender resultan en una acción
expresiva del ser humano, que se determina en una acción humana precisa, que puede
convertirse en una actividad religiosa o experiencia espiritual. Las
actividades son hechos concretos que permiten ser observadas desde un abordaje,
análisis, interpretación, reflexión y evaluación que conlleva en sí una
experiencia captable, procedente del mismo ser humano, desde su interior,
específicamente desde las neuronas que constituyen la esencia del cerebro. Así,
creencia y entendimiento son acciones, actividades continuas que perfilan el
modo de ser del ser humano, propias de movimientos que surgen del cerebro
humano, con posibilidades de ser estudiadas en todo su proceso.
En el cerebro, está el núcleo central de todas las
actividades humanas, donde se encuentra el punto primordial que expresa el modo
de ser del ser humano. De ahí que el cerebro es el instrumento que posibilita
detectar las acciones y reacciones de las diferentes dimensiones que constituyen
el sujeto humano integral; es decir, cognitivo, emocional, espiritual, físico, social, sexual, personal,
entre otras. Sin embargo, el ser humano está definido por dos vías específicas,
la humana (cuerpo) y la espiritual (alma), donde la persona humana, conformada en
su alma espiritual, de entendimiento y de voluntad, está desde su concepción
ordenada a Dios y destinada a la bienaventuranza eterna. Camina hacia su perfección
en la búsqueda del amor, de la verdad y del bien (Cf. CIC: 1711).
El Alma y el cuerpo en
unidad, proporcionan la existencia real del ser humano. Este ser humano, dotado
de un alma espiritual e inmortal (Cf. GS 14), es la “única criatura en la
tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3), donde el haber sido
destinado a la comunión eterna con Dios, le da al hombre un modo de ser propio.
Sin embargo, el ser humano es también un ser corporal, situado en el universo
material, que por la voluntad de Dios, está dotado de cuerpo, no como si fuera
un instrumento exterior y transitorio, sino como parte intrínseca de su ser.
El hombre tiene un
aspecto espiritual, en el cual se manifiesta su condición de interlocutor de
Dios; y un aspecto material, en el que se manifiesta su vocación de administrador
del universo material (Cf. Lorda, 2009: 288). De ahí que alma y cuerpo no
son dos partes separadas que forman al hombre debido a su suma o al hecho de
que se entrelazan entre sí, sino que en realidad, alma y cuerpo constituyen al
ser humano porque se integran.
Ahora bien, el alma que se
manifiesta en el hombre no es un alma cualquiera, pues “el animal también
consta de alma y cuerpo; el hombre consta de alma racional y de cuerpo mortal,
y busca la vida feliz” (Reinares, 2004: 77), caracterizando así las dimensiones
interior, exterior y superior que instituye a todo ser humano. Por tanto, el
alma tiene características muy particulares que expresan su presencia en los
cuerpos; es decir, su conceptualización vegetativa, que da vida a los cuerpos
vegetales; la sensitiva, que da vida a los animales; y la intelectiva, propia
de los seres humanos. Pero el ser humano lleva impreso en sí tales
características, sin que sean tres almas sino una única y misma alma que compagina
diferentes niveles, correspondiendo a los diversos grados de ser, o sea, la
forma corpórea no viviente; la forma corpórea viviente; la vida vegetativa; la
vida sensitiva; la vida intelectiva y la vida inmoble o vida feliz, ligada
indisolublemente a la sabiduría (Cf. Agostino, 1992: 1,
8, 8).
Por tanto, el alma y el
cuerpo llevan en sí un instrumento que hace del hombre un ser especial y
total. El alma tiene como instrumento la mente que es un sistema integrador de
procesos dinámicos en interacción; es decir, procesos conativos, cognitivos y
emocionales. La mente constituye el lugar de la actividad psíquica, considerada
en su totalidad, englobando operaciones conscientes y no conscientes, entre las
cuales, las emociones y los sentimientos. Así, la mente es algo inmaterial,
invisible, no palpable, y el cerebro que es una estructura física, un órgano de
suma importancia que tiene como función el control de las actividades vitales del
ser humano.
Ambos están interrelacionados, donde el desarrollo
del cerebro está condicionado tanto por el medio donde el hombre se encuentra
inserido, como por las experiencias vividas por el mismo hombre. Sin embargo, siendo
que la mente, ocasiona influencia directa en el desarrollo del cerebro, ello determina
que en el mismo modo el desarrollo del cerebro influye en el desarrollo de la
mente. Así se da en los comportamientos humanos que solo existen debido a los
procesos mentales, controlados por el cerebro que los adecuan en una conducta
específicamente humana.
El cerebro y la mente están caracterizados por una
interrelación de influencia sobrepuesta el uno al otro, donde hay una relación
de interdependencia. Están compaginados al estilo de una computadora, donde
hardware (cerebro) y software (mente) hacen su realidad, pues sin el hardware o
software la computadora no puede funcionar; es decir, sin el cerebro la mente
no puede funcionar, sin la manifestación comportamental, la mente no puede ser
expresada. El ser humano sin uno u otro, pierde su condición de desarrollo intelectual,
dejando de asumir su rol de sujeto activo en el mundo.
Con ello se puede decir que el proceso cerebral y
proceso mental son distintos, pero interdependientes uno del otro, ocasionando
en su respuesta final la experiencia de vida del ser humano. En el cerebro
están las herramientas intelectivas, que la mente usa para abrir las puertas del
conocimiento, y en un paso más adelante, haciendo uso de la inteligencia,
convierte los conocimientos en sabiduría que viene de la experiencia vital. A
partir del desarrollo de ambos se alcanza la dimensión de conciencia que
influye en la experiencia total del hombre.
Ahora bien, el hombre está
en continuo movimiento, en búsqueda de respuestas que den el sentido de ser de
sí mismo. Tal búsqueda no se encierra en la dimensión física, sino que
trasciende este plano, adentrándose en una dimensión más allá del plano meramente
humano. Por tanto, el hombre al moverse en el ámbito de la espiritualidad (interioridad),
descubre la realidad interna del horizonte habitacional de aquel que ha sido y
sigue siendo Luz de la verdad interior: Dios, el cual, no deja de permanecer en
la existencia del alma, ya que no las abandonó después de haberlas hecho. Dios
está en intimidad con nuestro corazón, pero nuestro corazón lo ha abandonado (Cf.
Agustín, 2005: 5, 12, 18).
No obstante, no es Dios
que se aparta de su morada, sino la morada que cierra sus puertas y ventanas
para que la luz de Dios no se haga presencia iluminadora del alma. El hombre
está llamado a dejar las cosas mundanas para rearmonizarse con su ser interior
y así abrirse a la iluminación del Ser superior para adherirse a Él, quien es
su Hacedor. Y al llegar a la instancia interior llega a la Verdad superior, a
Dios, luz del hombre interior. Esta morada es lugar que identifica la
existencia de todo hombre que se abre a la verdad, es decir, su recta razón, su
conciencia misma que lo lleva a la toma de decisiones hacia el bien o el mal; a
la luz o las tinieblas, pues es el “centro de las operaciones más delicadas del
espíritu, del reposo y de la paz” (Oroz Reta, 1988: 288).
Así, para que el hombre pueda encontrarse con la
verdad interior, es necesario el cambio interior, la conversión del corazón y
de la mente, lo cual lo lleva hasta donde él deseaba llegar y a lo que él quería
alcanzar: la verdad que habita en su interioridad. Y en la verdad está el
origen de toda virtud y la raíz de toda sabiduría. Esta verdad, que renueva y
transforma las almas, es la presencia misma de Dios que participa en el mundo
de los hombres, haciéndolos seres capaces de amar y perdonar; constructores de
paz y fraternidad en toda la humanidad.
Por tanto, el hombre, criatura originada por Dios en
su plan creacional, siendo un ser que participa del Ser, lleva en sí la
condición de imagen de Dios, haciéndolo un ser existente estructurado en el
mismo Creador, la cual condición es un hecho propio que se encuentra impreso en
el alma del ser humano y es una característica determinante porque es “una sustancia dotada de razón destinada a regir el
cuerpo” (Agustín, 2009(b): 13, 22), donde el alma, en el actuar de la mente, junto a
la acción del cerebro, hace posible el modo de ser del ser humano.
Esta experiencia de Dios, es una experiencia captable
por el proceso cerebral, a pesar de ser una experiencia originada por el
proceso mental, que permite que el cerebro sea portador de sus capacidades.
Siendo el cerebro el instrumento fundamental que comporta todos los movimientos
del ser humano, y dentro de ello, sostiene las diferentes sensaciones o
emociones, permite comprender las experiencias vividas del hombre en relación a
Dios. Sin embargo, la
espiritualidad sí es posible abstraerla, aun siendo ella un fenómeno complejo,
implicándose en múltiples áreas del cerebro, donde se ve relacionada con
diferentes aspectos de las experiencias espirituales.
Los
estudios propuestos por la neurociencia, han mostrado la posibilidad del
cerebro de describir las diferentes experiencias espirituales que el hombre
experimenta a diario. Estas experiencias se dan en la diversidad de acciones
probadas a menudo por el hombre, sean ellas por medio de oraciones, canciones,
meditaciones, ejercicios terapéuticos y espirituales, entre otros. La constante
ejercitación de las neuronas, en particular las provenientes del hemisferio
derecho del cerebro, posibilitan la elevación de una experiencia espiritual más
precisa del hombre con Dios. Por tanto, son imprescindibles para la ayuda de
crecimiento en la misma espiritualidad.
Además, hay
que determinar los límites que perfilan las instancias del proceso propuesto
por la neurociencia, la cual debe ser vista como medio hacia un fin, y jamás
fin en sí misma. Por ello, las técnicas de la neurociencia puestas al servicio
del hombre para adquirir mayor calidad de vida, sin interferir en su libre albedrío,
siempre son factibles y aceptables, porque transforman la neurociencia en una
herramienta que consolida la experiencia existencial-vivencial del hombre, respecto
al mundo, a Dios y a sí mismo.
Así, la neurociencia, que estudia el proceso cerebral,
en el cual ocurre el dinamismo de la razón, y la espiritualidad, que estudia el
proceso mental, donde se da el dinamismo integral entre doctrina y vida, principios y experiencia, forman una hermosa y
magnífica pareja. Consolidadas en un auténtico matrimonio, ambas tienen como
campos pragmáticos el mismo horizonte: Dios. Son ellas vías hacia la
experiencia de Dios que conducen a una experiencia viva, renovadora y
transformadora del ser humano.
Hoy podríamos decir, de modo particular en Venezuela,
que dicha experiencia debe ser movida en la vida de los seres humanos que
conforman nuestra sociedad, y así promover el redescubrimiento de la necesidad
de administrar valores y principios que posibiliten reeditar la identidad del ser
humano, que sufre por su falta de armonía consigo mismo y hacia a Dios. Y en
esto la neurociencia puede y debe ser utilizada como una herramienta
fundamental al servicio del ser humano, para irrumpir en las “conciencias”
deterioradas por el individualismo, el materialismo y el gnosticismo atrofiante
de una razón sin razón. Ello abre las conciencias hacia la experiencia del Amor
que introduce al hombre hacia una sociedad que participa del bien común, regida
por la experiencia de vida, eficaz e innovadora, confluida en paz, justicia y
felicidad.
Referencia
bibliográfica
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